
Desde entonces encontré un refugio de blancas paredes en medio del cálido y natal Caribe Colombiano. Lugar de añorada visita que quiere ganarle al tiempo. Donde la débil memoria, la soledad y los ojos vacíos jamás devoran la cándida devoción al arte de las palabras - que es el mismo arte de saber amar sin esperar nada a cambio.
Así, años después de aquel encuentro las casualidades se me clavan en el pecho. Me veo sentada delante del espejo escuchando la poesía del tiempo, contemplando mis ojos en los ojos perdidos de la soledad, mi espíritu en otro espíritu que no se extingue ni siquiera con el último suspiro del ocaso. Nuevamente es Octubre y veo a mi propia mujer en dos mujeres que me están enseñado olvidarme del blanco miedo.
Agradezco a la hermandad de las palabras, al cariño de mi infancia que una tarde me regaló una llamada telefónica, a los nombres y los rostros que permanecen siempre como pequeños talismanes de la memoria. Y aunque no puedo recordar el día en que conocí a Maruja Vieira, gestora silenciosa de ilusiones, quiero regalarle las palabras que salen de un corazón sobrecogido de alegría.